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Hay personas que lo intentan todo. Leen,
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escuchan, se levantan temprano, hacen
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listas, meditan, se prometen que esta
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vez sí y sin embargo, después de unos
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días, de unas semanas, todo vuelve al
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mismo lugar, como si algo desde dentro
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apretara un botón que lo regresa al
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punto de partida.
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Esa sensación de impotencia, de hacer
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todo bien, pero no ver resultados
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desgasta más que el propio fracaso,
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porque no es desinterés, no es pereza,
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es otra cosa. Y entonces empiezas a
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preguntarte si algo está mal contigo,
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porque te esfuerzas, porque quieres
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avanzar, pero no avanzas. Y eso duele.
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Duele no saber por qué. Duele darte
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cuenta de que cada paso adelante parece
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arrastrar una sombra que lo empuja hacia
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atrás y te cansas, no del camino, sino
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de
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ti. Por eso, hoy quiero hablarte de tres
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razones que podrían estar impidiendo ese
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cambio que tanto deseas. No son
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externas, no tienen que ver con suerte
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ni con falta de disciplina. Tienen que
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ver contigo, con tu historia, tu mente,
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tus emociones. Y cuando logras verlas
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con claridad, algo cambia. No de golpe,
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no mágicamente, pero empiezas a abrirse
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un camino. Lo haces todo. Te levantas
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temprano, haces afirmaciones, te
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propones nuevos hábitos, lees libros de
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autoayuda, escuchas conferencias
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inspiradoras y, sin embargo, después de
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unos días la energía se desvanece.
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Vuelves a empezar y vuelves a caer. Cada
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intento se siente como una promesa rota,
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no por falta de intención, sino por un
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cansancio que no logras explicar. Uno
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que no está en el cuerpo, sino en lo más
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profundo de tu mente. Y ahí empieza la
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primera razón por la que tu vida no
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cambia, aunque lo intentes todo. Vives
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en un estado de alerta constante y no lo
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sabes. El cuerpo humano fue diseñado
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para protegerte. Miles de años atrás,
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esa alerta se activaba si un depredador
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se acercaba o si el entorno se volvía
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peligroso. Hoy ese sistema no ha
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cambiado. Lo que sí ha cambiado es el
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tipo de amenaza. Ya no es un león, es un
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jefe que te ignora, una deuda que no
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sabes cómo pagar, una relación inestable
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o una herida de la infancia que jamás
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cicatrizó. Y tu mente, incapaz de
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distinguir entre una amenaza real y una
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imaginaria, activa el mismo sistema de
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emergencia, cortisol. tensión muscular,
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aceleración del corazón, dificultad para
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dormir, bloqueo emocional. Vives
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mentalmente inflamado y eso afecta a
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todo, tus decisiones, tu nivel de
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energía, tu motivación, tu capacidad
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para ser constante, porque el cambio
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personal, el verdadero, no puede
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construirse desde un sistema nervioso
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que cree que todavía estás en peligro.
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¿Cómo vas a abrirte al cambio si tu
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mente aún se protege del pasado? ¿Cómo
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vas a sostener una vida en paz si tu
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cuerpo vive en guerra? Muchos de
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nosotros hemos normalizado ese estado de
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tensión constante. Vivimos con la
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mandíbula apretada, el ceño fruncido, el
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estómago contraído. Lo hemos llamado
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responsabilidad, madurez, incluso
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productividad. Pero no lo es. Es alerta.
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Y vivir en alerta no te permite crecer,
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solo te permite sobrevivir. Y nadie
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puede transformar su vida desde la
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supervivencia.
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Cuando el cortisol se mantiene elevado
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durante demasiado tiempo, empieza a
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dañar tu salud mental y física, afecta
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la memoria, la concentración, el estado
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de ánimo e incluso altera el
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funcionamiento del sistema inmunológico.
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Pero quizás lo más preocupante es lo que
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hace con tus emociones. Te vuelve más
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reactivo, menos empático, más impulsivo.
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Pierdes claridad y con ella pierdes
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también el sentido de dirección.
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Cambias una y otra vez de método, de
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propósito, de enfoque, porque no sabes
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qué es lo que realmente necesitas. Estás
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tan ocupado apagando fuegos que nunca te
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detienes a preguntarte de dónde viene el
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incendio. Lo más duro es que este estado
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de alerta no siempre nace en el
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presente, muchas veces nace en tu
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infancia. Si creciste en un entorno
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inestable donde no sabías si ibas a ser
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amado, protegido o valorado, tu mente
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aprendió a estar alerta todo el tiempo.
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Aprendiste a no confiar, a anticiparte
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al rechazo, a evitar el conflicto y esa
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forma de funcionar se volvió tu base, es
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tu normalidad, pero no es salud, no es
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paz y no es el lugar desde el cual vas a
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construir una vida nueva. Para cambiar
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tu vida, necesitas bajar el cortisol,
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desactivar el sistema de alerta y
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recuperar el equilibrio interno. No
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basta con tener metas claras o hábitos
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positivos. Necesitas una mente que no
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esté constantemente huyendo del pasado o
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imaginando amenazas futuras. Necesitas
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una biografía emocional comprendida, un
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cuerpo que se sienta seguro y una
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narrativa interna que no te dispare cada
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vez que algo se mueve.
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Cuando una persona está en estado de
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alerta crónica, no puede ver el futuro
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con claridad, solo puede ver el peligro,
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solo puede pensar en sobrevivir. Y ahí
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está la paradoja. Te esfuerzas por
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cambiar tu vida, pero todo tu sistema
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está configurado para resistirse al
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cambio, porque ha aprendido que lo nuevo
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es incierto y que lo incierto es
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peligroso. Entonces, ¿qué se hace? El
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primer paso es mirar dentro, no con
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juicio, sino con comprensión.
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Reconocer que no es debilidad ni flojera
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ni falta de voluntad, es protección. Es
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tu sistema queriendo cuidarte. Pero para
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vivir de verdad tendrás que decirle a tu
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mente que ya no estás en peligro. Y eso
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solo se logra entendiendo tu historia,
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reconociendo tus heridas y empezando
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poco a poco a desactivar esa alarma que
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ya no tiene razón de
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sonar. Hay algo más doloroso que una
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herida emocional.
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vivir sin saber que la llevas dentro. La
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mayoría de las personas que no logran
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avanzar no están estancadas por lo que
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les pasa hoy, sino por lo que no sanaron
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ayer. Hay recuerdos que no se olvidan
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aunque no se
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mencionen. Hay emociones que siguen
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operando desde el fondo, aunque ya no
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tengan nombre. Y ahí, en ese rincón
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silencioso de la historia personal, se
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esconde una de las causas más invisibles
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del estancamiento. Una herida mal
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comprendida que se repite una y otra
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vez, disfrazada de decisiones, de
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personas, de
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patrones. Yo lo llamo la biografía
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emocional no resuelta. Aquello que
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viviste, aunque haya sido hace 20 o 30
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años, sigue teniendo un eco en tu mente,
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porque lo que no se comprende no se
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suelta y lo que no se suelta se repite y
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tú no te das cuenta, pero elige
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relaciones parecidas a las que te
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dañaron. Repites dinámicas que
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prometiste no repetir. Reaccionas con
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más intensidad de la que quisieras,
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porque ese niño herido que fuiste aún no
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ha sido abrazado, reconocido ni sanado.
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A veces esa herida viene de una infancia
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sin ternura, otras veces de un entorno
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exigente donde aprender a cumplir fue
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más importante que aprender a sentir. A
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veces es el abandono, otras la
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sobreprotección. A veces es un momento
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puntual, una pérdida, un rechazo, una
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frase que te marcó. No importa si fue
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pequeño o grande. Si no se integró
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emocionalmente, tu cuerpo lo recuerda,
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porque el cuerpo también tiene memoria.
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Y esa herida, aunque creas haberla
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superado, encuentra formas de hablar. Lo
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hace a través de tu voz interior. Esa
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que te critica, te limita, te sabotea.
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Lo hace a través de la procrastinación,
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del miedo al éxito, del autosabotaje. Lo
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hace cuando te exiges más de lo que
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puedes dar o cuando te conformas con
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menos de lo que mereces. Y sin darte
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cuenta, construyes tu presente desde una
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identidad que no se basa en quién eres,
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sino en quién aprendiste que tenías que
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ser para
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sobrevivir. Una persona no cambia su
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vida solo con fuerza de voluntad, cambia
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cuando comprende por qué lleva tanto
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tiempo huyendo de ciertas emociones.
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Cambia cuando se atreve a mirar hacia
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atrás, no para quedarse allí, sino para
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entender de dónde viene lo que hoy la
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bloquea. Porque una herida no resuelta
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no solo duele, te condiciona. Y lo peor
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es que lo hace en silencio, en tu forma
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de amar, en tus metas, en tus límites,
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en tu manera de reaccionar. Muchas veces
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cuando no logras avanzar no es que no
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sepas qué hacer, es que hay una parte de
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ti que aprendió que avanzar era
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peligroso. Porque cuando eras pequeño,
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avanzar significaba separarte. Cambiar
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significaba perder el amor. Destacar
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significaba exponerte. Hablar
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significaba romper la armonía. Entonces
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aprendiste a callar, a encajar, a
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controlar, a evitar. Y aunque hoy tengas
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nuevas herramientas, tu subconsciente
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sigue creyendo que está defendiendo tu
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supervivencia. El verdadero cambio
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empieza cuando miras esa herida con
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compasión, no con culpa.
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Cuando en vez de exigirte tanto,
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empiezas a
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preguntarte, ¿qué parte de mí aún
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necesita ser
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escuchada? Porque una vez la herida se
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nombra, pierde fuerza. Una vez entiendes
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su origen, dejas de culparte por los
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efectos. Y solo entonces puedes empezar
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a escribir una historia diferente, una
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historia que no esté escrita desde el
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miedo, sino desde la conciencia.
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He visto muchas personas en consulta
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llegar con una mezcla de esperanza y
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cansancio. Me dicen, "Lo intentado todo,
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de verdad, libros, talleres, rutinas,
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cambios, pero sigo igual." Y ahí es
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cuando suavemente les devuelvo esta
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reflexión. Quizás no es que estés
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haciendo poco, sino que lo estás
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haciendo desde el mismo lugar de
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siempre. Porque cambiar no es solo hacer
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cosas nuevas. Cambiar de verdad implica
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modificar la forma en la que interpretas
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la vida, la forma en la que respondes
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emocionalmente ante lo que te pasa. Y
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eso no se logra solo con fuerza de
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voluntad, se logra cuando tomas
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conciencia de cómo ha sido tu
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programación emocional a lo largo de tu
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historia. Durante años, tu cerebro ha
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aprendido a funcionar de una manera
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concreta. ha memorizado ciertas
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emociones, ha asociado el amor con el
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esfuerzo, la calma con la desconfianza,
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el éxito con el miedo y sin darte
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cuenta, esas asociaciones se convierten
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en un filtro.
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Un filtro desde el que miras la vida,
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las relaciones, tus metas y por más que
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cambies las circunstancias, si ese
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filtro no cambia, todo se distorsiona.
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El cerebro humano no está diseñado para
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buscar lo que te hace feliz, está
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diseñado para buscar lo que le resulta
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familiar, aunque eso te haga daño. Y
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muchas veces lo que te resulta familiar
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es la autocrítica, la exigencia, el
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miedo al abandono, el rechazo, la
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soledad. Entonces tú, sin darte cuenta,
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comienzas a construir tu presente desde
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esas emociones aprendidas y te sorprende
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que a pesar de todo lo que haces nada
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cambie.
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He comprobado que muchas personas están
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intentando crear una vida nueva con una
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mente que sigue programada para
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sobrevivir, que desean amor, pero aún
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temen ser vistas, que anhelan paz, pero
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su sistema nervioso está acostumbrado al
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conflicto, que buscan claridad, pero su
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corteza prefrontal, la zona encargada de
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planificar, de reflexionar, de decidir
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bien, está bloqueada por el estrés, la
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ansiedad, la inflamación emocional.
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Por eso insisto tanto en que el
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verdadero cambio comienza dentro, en
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cómo aprendes a hablarte, en cómo
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gestionas tus emociones, en cómo regulas
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tu sistema de recompensa. Tu cerebro
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recuerda lo que alguna vez te calmó. Por
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eso repites ciertos patrones, no porque
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sean buenos, sino porque alguna vez
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funcionaron para aliviar el dolor. Y
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cambiar eso no es fácil, lo sé, pero es
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posible a través de la atención
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consciente, de la repetición de nuevas
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respuestas, de crear hábitos que no solo
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cambien lo que haces, sino también cómo
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te sientes contigo mismo. La
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neuroplasticidad, esa capacidad del
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cerebro para formar nuevas conexiones,
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no es una idea romántica, es una
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realidad científica, pero necesita
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constancia, calma y, sobre todo,
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comprensión. No puedes vivir en paz si
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sigues funcionando desde el mismo dolor
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de siempre. No puedes avanzar si tu
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mente aún está programada para
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defenderse. Cambiar tu vida implica
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reeducar tus respuestas, actualizar tu
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sistema emocional, liberar tu cuerpo del
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modo supervivencia.
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Cambiar la vida no es una meta que se
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alcanza de golpe, es un proceso
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silencioso, a veces invisible, que
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comienza dentro. Muchas personas viven
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creyendo que el cambio está fuera en un
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nuevo trabajo, en una relación, en una
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mudanza, en una rutina distinta. Pero el
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verdadero cambio comienza cuando decides
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mirar con honestidad lo que ocurre en tu
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interior. Hoy te he hablado de tres
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razones por las que quizás tu vida no
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cambia, aunque lo intentes todo, porque
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a veces estás viviendo desde un estado
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de alerta que no te permite avanzar,
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otras desde una herida emocional que aún
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sigue supurando. Y muchas veces lo haces
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todo desde una mente que sigue operando
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con la misma programación emocional de
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siempre. La buena noticia es que no
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estás roto, no estás dañado, no estás
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destinado a repetir para siempre los
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mismos patrones. Solo necesitas entender
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tu historia, darle un nuevo significado
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y comenzar a actuar desde un lugar de
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paz, no de miedo, desde la conciencia,
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no desde el piloto automático.
