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Transcriptor: Sebastian Betti
Revisor: Gisela Giardino
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Era miércoles, en la ambulancia
íbamos todos callados.
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Afuera sonaban las sirenas de
toda la primera línea de respuesta.
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Bomberos, patrulleros, más ambulancias.
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Al llegar a la estación de trenes de Once
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nos encontramos con miles de personas.
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Muchas gritando, corriendo desorientadas,
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buscando a sus seres queridos.
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Centenar de periodistas,
móviles de televisión,
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las bocinas de los colectivos,
el ruido era ensordecedor.
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En medio de ese caos veo un muchacho
sentado en el cordón de la vereda,
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de unos veintipico de años.
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Tenía la mirada perdida,
los jeans y la remera rotos.
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Y manchas de sangre en su única zapatilla.
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Me acerco despacio,
respetando su espacio personal,
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me siento al lado y me presento.
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"Soy Silvia, del Ministerio de Salud.
¿Cuál es tu nombre?".
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No me responde.
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Su cuerpo estaba ahí pero su mente
había quedado atrapada en el vagón.
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Espero y, con tono calmo,
vuelvo a decirle:
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"Soy Silvia, ¿puedo ayudarte en algo?".
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Gira la cabeza, pregunta por Juan,
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dice que se adelantó en el vagón
porque llegaba tarde al trabajo.
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Vuelve a quedarse callado.
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Y, mientras se toca los bolsillos,
me dice:
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"Quiero llamar a mi mamá
para avisarle que estoy bien".
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De repente se para, me paro,
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y antes de que pudiera irse
le ofrezco mi celular.
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"Llamás a quien vos necesites,
o si preferís, llamo yo", le digo.
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"Me quiero ir a casa", dice angustiado.
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"Por supuesto", le respondo.
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"Pero primero necesitamos asegurarnos
de que estés bien.
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Yo me quedo con vos hasta que te revisan
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y, mientras tanto,
llamamos juntos a tu mamá".
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Conectar. Apoyar. Proteger.
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Son tres acciones que hechas
en el momento justo
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pueden evitar que volvamos
a poner en riesgo la vida
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o que nos quede una herida abierta
que se transforme en trauma.
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Cuando nos enfrentamos a lo inesperado
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--eso que siempre pensábamos
que le iba a pasar a otros--
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nos percibimos bajo peligro
y quedamos aturdidos.
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De repente, todo se vuelve amenazante.
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Y atacar o huir son las opciones.
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Pero ¿saben una cosa?
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Nuestro cerebro, inundado
por las hormonas del estrés,
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no puede pensar con claridad.
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Perdemos el control interno y hacemos
cosas ilógicas, desorganizadas.
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En medio de los desastres, estas
reacciones pueden llevarnos a la muerte.
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Podemos saltar de un piso 45
en el intento de huir,
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como pasó en el atentado
de las Torres Gemelas.
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Podemos deambular desorientados
en medio de una inundación,
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como en La Plata, 2013.
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O volver a entrar al fuego,
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como sucedió en el incendio
de la discoteca de Cromañón.
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Y en el largo plazo,
un apoyo emocional oportuno
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ayuda a evitar grandes sufrimientos.
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Porque el miedo de hoy puede terminar
en ataques de pánico en el futuro.
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O la tristeza en depresión.
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Como ha sido ampliamente documentado
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por la Organización Mundial de la Salud.
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Afortunadamente, lo que podemos hacer
para ayudar es muy sencillo:
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Conectar, presentándonos,
manteniendo la calma,
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soportando los silencios sin prometer
lo que no podremos cumplir.
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Apoyar, escuchando, comprendiendo
lo difícil de la situación,
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sin repetir esa frase
falsamente tranquilizadora
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como "Todo va a estar bien",
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"Fue una desgracia con suerte",
"Podría haber sido peor".
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Pero sí usando esas palabras mágicas:
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"¿En qué puedo ayudarte?".
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Y no olvidarnos de Proteger,
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asegurándonos de acompañar a la persona
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hasta que recupere el control interno
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y pueda ayudarse a sí mismo.
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Ahora bien, no hace falta que
un terremoto derrumbe tu casa,
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una inundación deje todo flotando
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para sentir que un desastre
golpea la puerta.
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La misma sensación de desesperación,
de vulnerabilidad,
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de irracionalidad, pueden darse
en situaciones de la vida cotidiana.
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El diagnóstico de una enfermedad severa.
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La pérdida de un ser querido.
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Ser víctima de un asalto,
de un choque en una ruta.
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¿Quién puede atribuirse el derecho
a juzgar ese sentimiento de fin del mundo
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que nos invade cuando descubrimos que
la persona que amamos ya no nos ama?
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La dimensión emocional de
un desastre es personal y única.
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En momento así podemos forcejear
con quien nos está apuntando con un arma,
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bajar de un auto chocado y caminar
por la ruta entre camiones,
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o cruzar la calle mirando para el lado
contrario de donde viene el tránsito
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al salir de la consulta médica.
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De las crisis nadie está a salvo.
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A veces nos toca estar de un lado,
y a veces del otro.
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Y cuando ocurren, difícilmente
tengamos un especialista cerca.
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Pero en ese momento cualquiera de nosotros
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puede ser esa primera línea de respuesta.
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Conectando. Apoyando. Protegiendo.
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No hace mucho, recibí en la madrugada
una llamada telefónica de mi hija
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diciendo que estaba
en la guardia del hospital.
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Al llegar la encuentro tirada en el suelo
de una sala abarrotada de gente,
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hecha un rollito de dolor.
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Asustada, agarro la primera
silla de ruedas que encuentro
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y la empujo hacia la guardia.
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Ella se desploma en mis brazos.
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Le grito a una médica
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y entran a mi hija a terapia intensiva
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por una puerta que se cierra en mi cara.
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Espero en ese pasillo, finito,
oscuro, 5, 10, 15 minutos, no sé,
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yo siento que son horas.
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Golpeo insistentemente
y nadie sale a decirme nada.
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Hasta que desesperada empujo
la puerta y entro a buscarla.
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Corriendo cada cortina, box por box.
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En eso alguien se me acerca.
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Me habla suave y se presenta.
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Me dice que es una médica residente.
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Me pregunta qué necesito.
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Y me escucha atenta sin interrumpirme.
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Me dice que va a quedarse con mi hija
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hasta que la lleven al quirófano
y que me va a tener al tanto.
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Todavía hoy mi hija y yo le agradecemos
a aquella médica residente,
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a Victoria, me acuerdo su nombre,
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su comprensión, su presencia
y sus palabras.
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Conectar, Apoyar, Proteger,
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pueden hacer, de verdad,
una diferencia en el mundo.